Gálatas 4:6 “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba Padre!”.
Dios envió a su hijo Jesucristo a nacer desde el vientre de una mujer virgen, esto nos muestra que su hijo no nació en un momento puntual, sino que el hijo ya existía desde la eternidad pasada. Jesús no comenzó a existir sino más bien él vino a este mundo para encarnarse. Jesucristo tuvo una doble naturaleza, él fue Dios y Hombre al mismo tiempo desde la cuna hasta la tumba. Jesús descendió del cielo a la tierra para salvar a todos los que éramos prisioneros del pecado, del diablo y nos encontrábamos bajo la maldición de la ley.
Todos aquellos que antes éramos extranjeros y enemigos de Dios, los que estábamos lejos de las promesas y expulsados de la presencia del Señor, ahora, gracias a la misericordia de Cristo, somos llamados hijos de Dios. Todo aquel que ha confesado a Jesús como el único y suficiente Señor y Salvador recibe a la persona del Espíritu Santo en el corazón. Desde que sucede esto en nuestras vidas podemos relacionarnos con Dios de la misma manera que lo hace un hijo con su Padre.
Ser llamado hijo de Dios es el mayor privilegio que puede tener un ser humano. Nosotros podemos acercarnos cada mañana ante el Dios eterno y creador del universo para decirle “Abba”. Esta expresión en arameo que significa “padre” hace referencia a la confianza e intimidad que podemos tener con Dios. Jamás olvidemos quiénes éramos antes de conocer a Cristo y quiénes somos ahora gracias a la gran misericordia que Dios ha tenido con nosotros.